Uno de los retos de las Smart Cities, o de las ciudades que deseen convertirse en una de ellas, es convertirse en un polo de desarrollo económico del siglo XXI. Para ello, el aumento de la productividad no basta, como sucedía antes, sino que el crecimiento económico y la creación de empleo se ve influencia por la productividad (en un 60%) y por el nivel de calidad de vida y servicios en la ciudad (en un 40%).
El capital humano constituye un elemento esencial para que las Smart Cities puedan explotar su potencial de crecimiento. A mayor nivel formativo de la fuerza laboral de la ciudad, mayor atracción y generación de economías de alto valor añadido, lo cual significa mejores empleos (estables, mejor remunerados, incremento del conocimiento en toda la sociedad…) y con ello una fijación de población de gran interés para los gestores urbanos (mayores bases imponibles, mayor demanda de servicios de valor añadido, aumento de la creatividad y la actividad intelectual de la ciudad, atracción de eventos…). Es un círculo virtuoso. De hecho, y según previsiones de Naciones Unidas, en el futuro inmediato los trabajadores de alta cualificación protagonizarán los flujos migratorios que en el pasado estaban reservados a los trabajadores de escasa preparación. Por consiguiente, las ciudades habrán de competir por retener y captar a esos perfiles, necesarios para que la Smart City despliegue plenamente su potencial.
Además, las Smart Cities han de ofrecer mejoras de competitividad a través de los incrementos de eficiencia asociados a la prestación de los servicios públicos (mejor gestión del tráfico, transporte público inteligente, infraestructuras de comunicación accesibles en calidad y precio, aplicación del Internet de las cosas, sostenibilidad económica y ambiental, etc.).
Para ello, las Administraciones Públicas juegan un papel muy importante en el impulso de las Smart Cities. Por un lado, como responsables de las entidades locales, los gobiernos municipales han de acometer los proyectos de transformación de los servicios de la ciudad. Por otro lado, las Administraciones Públicas han de apoyar el desarrollo de tecnologías y modelos de servicios propios de la Smart City.
Para adentrarse en la transformación hacia una Smart City, plan que tiene sus riesgos, es aconsejable que la ciudad se integre en alguna red de ciudades, para aprender de otras experiencias e imitar las acciones de éxito. Hay que ser consciente de las inversiones que se puedan requerir, lo que invita a optar por tecnologías maduras y contrastadas, minimizando los riesgos tecnológicos. Y, por otro lado, como cualquier transformación que se pueda llevar a cabo en la ciudad, resulta indispensable contar con el beneplácito de la población, por lo que para ello se empezaría por las iniciativas de menor coste y mayor impacto o visibilidad, con el fin de ganarse la opinión pública y que el proceso gane apoyos.
Pero sobre todo, ha de tenerse en cuenta que uno de los puntos más delicados es que la transformación hacia una Smart City es lenta. Los responsables políticos han de aceptar que el proceso (y sus partes y/o proyectos) trascenderá la duración de un periodo electoral, por lo que la fijación de unos indicadores consensuados que permitan evaluar y comparar el proceso de transformación resulta de gran ayuda para evitar disputas partidistas (siempre y cuando ya se cuente con los políticos intelectualmente maduros).