Una de las habilidades más demandadas hoy en día es la capacidad de innovar, la cual mana, como no podía ser de otra forma, de la capacidad creativa del individuo. Sin embargo, desde muy pequeños, esta habilidad, lejos de desarrollarse, se la anula en las escuelas de un sistema educativo que deja mucho que desear.
Salir de la zona de confort, reducir la aversión al riesgo, ser capaz de afrontar retos desde enfoques diferentes y con herramientas distintas, hibridar conceptos… son habilidades necesarias para este siglo XXI y que, sin embargo, no se nos enseñan ni se nos entrena para poder desarrollarlas.
Lejos de querer dar un receta mágica para ser creativos, lo que sí podemos es empezar por erradicar varios “creativity killers” que tenemos instalados en nuestra memoria; no se trata de formatear de golpe, sino de ir desinstalando, poco a poco, esos virus que impiden el buen trabajo de nuestro procesador.
Empecemos por limpiarnos de:
Baja autoestima.- El miedo al fracaso, el temor al ridículo, la mala imagen de uno mismo no son innatas a la persona; no nacemos con ello. En muchas zonas se nos educa para no sobresalir, para no destacar, para no quedar en evidencia… un miedo de padres, profesores… que se transmite al hijo y al alumno. Todos tenemos ideas, brillantes algunas veces y otras, con necesidad de mejora. Estas personas se asombran con frecuencia cuando descubren que otra persona expone la misma idea que él creyó insignificante y ¡sorpresa!, todo el mundo celebra la ¡maravilla de idea que acaban de exponer!
Rechazo del error y del fracaso.- La ausencia de una cultura de asertividad y el desconocimiento de nuestros derechos conducen al temor a equivocarnos. Nuestra cultura nos condujo al placer y a la presión que produce “tener siempre la razón”. No creemos que exista un derecho a equivocarnos y el error sea una magnífica herramienta de innovación y mejora. Equivocarnos y, con ello, contribuir con el error para llegar a lo que posiblemente es correcto, debería ser celebrado como un logro.
Quedarse con la primera idea.- El hecho de creer que la primera idea es siempre la mejor, es limitante y debilita las demás opciones y alternativas que pudieran surgir. Cuando ello sucede, las ideas subsiguientes son comparadas con la primera y van siendo descartadas.
Dar por bueno lo sabido.- Los mayores verdugos de la creatividad son aquellos que van escupiendo frases como “siempre se ha hecho así”, “esa es la norma”, “eso ya se intentó y no funcionó”, “el sistema no lo permite”, “si fuera posible, ya alguien lo habría inventado”… El mejor favor que podemos hacerle a la organización es taparles la boca.
Las creencias limitadores.- ¡Cuántas veces creemos que no podemos hacer algo y a la larga el único impedimento para hacerlo somos nosotros mismos! Vivir con un esquema mental rígido te expulsa del siglo XXI. Hemos de ser conscientes de que somos ideas, creencias, comportamientos, experiencias, resultados… ¿qué debemos cambiar? ¿cómo lo haremos? Frases como “A mí nunca se me ocurre nada”, “Yo no soy ingenioso” “a mí la creatividad no se me da” y otras de ese calibre, llegamos a creérnoslas de forma que trastornan nuestro comportamiento.
El desprecio por la diferencia.- La sana confrontación de ideas permite encontrar opciones creativas. Por ello la diferencia es conveniente, necesaria y, yendo un poco más allá, deseable. Los equipos de trabajo más creativos son aquellos que afrontan con madurez la diferencia y la diversidad y la convocan en aras de la creatividad. Un jefe autoritario (que siempre cree tener razón) o el miedo a parecer un rebelde constantemente, apagan la creatividad.
Si hemos logrado desinstalar todos estos virus, comenzaremos a funcionar con un nuevo software en mayor consonancia con los retos laborales, profesionales y vitales de esta época. Poco a poco se instalarán procesos de creatividad que iremos actualizando permanentemente en un proceso de realimentación muy provechoso.
Lo contrario es un suicidio neuronal.